En las Jornadas sobre Derecho y Estado de Excepción, que se realizaron en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, un joven panelista trajo a la memoria un pasaje de la obra El matadero, de Esteban Echeverría. Allí Echeverría criticaba que la Iglesia Católica ordenara no comer carne y que Rosas lo hiciera cumplir a los ciudadanos. Y así nos dice Echeverría: “(…) el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizás llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de la autoridad competente…”.
Semejante suma del poder público es aquello que Echeverría estaba denunciando.
Ese espíritu de sufrimiento y de lucha por la libertad, y contra la opresión, fue la fuente inspiradora del artículo 29 de nuestra Constitución Nacional.
Esa disposición prohíbe que el Poder Legislativo conceda al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o de persona alguna, conllevando dichos actos una nulidad insanable y la responsabilidad y la pena de los infames traidores a la patria. Es la cláusula más severa en defensa de la forma republicana de gobierno y de las libertades que le son inherentes.
Pero es el caso que el sistema jurídico establecido por los decretos de necesidad y urgencia referidos al aislamiento social, preventivo y obligatorio –DNU 260/20 y 297/20– han empalidecido largamente la cita libertaria de Echeverría.
En efecto, se ha suspendido la vigencia de los derechos constitucionales de trabajar y de ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino o dentro del propio territorio nacional, provincial y hasta municipal; de usar y disponer de la propiedad; de profesar libremente el culto; de enseñar y de aprender.
Se trata, pues, de la restricción de los derechos más emblemáticos de nuestra Constitución. Con la gravedad de que si alguien pretendiera ejercer esos derechos, incurriría en delito penal con pena privativa de la libertad.
Sería una esquizofrenia jurídica suponer que el sistema jurídico de aquellos decretos se encontraría previsto dentro de nuestra Constitución.
La obediencia
Resulta relevante advertir que el sistema jurídico establecido por los decretos es obedecido por la población y por los órganos de control institucionales, particularmente los poderes Judicial y Legislativo.
La racionalidad científica en que se apoyan los decretos y el temor a la muerte tornan aceptable dicha obediencia.
En otras palabras, la protección a la vida misma y la conexión entre esa protección y la obediencia tornan justificable la relación de dominación que los decretos significan, aun en contra de los valores de libertad, igualdad y justicia propios de nuestra Constitución.
Hobbes dedica todo su monumental Leviatán a esa conexión. Lo expresa de manera elocuente al finalizar esa obra, cuando sostiene que no ha tenido otro designio que “poner en relieve la mutua relación entre protección y obediencia”.
La obediencia constituye al poder, nos dice Hermann Heller, transcribiendo a Baruch de Spinoza. Es la actitud de los guiados aquello que convierte a una persona en guía. La obediencia es una manera de consentir diferente, y a veces opuesta, al procedimiento electoral democrático.
Está claro que la obediencia se limita a la protección de la vida en situación de excepción, porque si seguimos obedeciendo más allá, nos convertiríamos en un manso rebaño.
De nadie
Giorgio Agamben, en su Estado de excepción, conceptualiza la excepción en relación con la vida misma y sitúa a ese estado en una “tierra de nadie entre el orden jurídico y la vida”.
Estamos, pues, en una “tierra de nadie” en la cual la autoridad demuestra que para crear derecho no necesita tener derecho, como dice Carl Schmitt.
El sistema jurídico de los decretos transita por ese escenario, y por ello causa otro temor. No es ya temor a la muerte. Es miedo al ensanchamiento del poder y el consecuente ahogo de la libertad.
Por ello, la tentación de ocupar esa “tierra de nadie” creando derecho para aniquilar el derecho a la libertad significaría que no se ha comprendido al ser humano y a su historia, toda vez que la historia nos enseña que una vida sin libertad no es una vida humana. No hay que olvidar que el Estado de derecho tuvo su alumbramiento a través del derecho de resistencia que la Revolución francesa sacralizó.
* Profesor universitario